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Pisco: nuestro mejor amigo (crónica)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 10 sept 2021
  • 3 Min. de lectura

"Inginiero, usted es muy diferente a los otros" me dijo don Pedro Vivas natural del anexo de Tintín en el distrito de Laraos, en la provincia de Yauyos. Allá por el año 2002.

Don Pedro era un viejo alto, cabello corto cano, de sonrisa muy alegre y ojos un tanto achinados. Su pequeña esposa era tan vieja como él. Ambos tuvieron hace muchos años un único hijo quien murió en circunstancias que alguna vez me lo contó y nunca llegué a recordar.

"¿Por qué lo dice don Pedro?" le pregunté. "Aparte de parecer un niño, Ud. siempre se acuerda de nosotros". Me respondió.

Muchas veces caminé desde Llapay, donde vivía, hasta Tintín. Ambos anexos pertenecen al distrito de Laraos. Calculo que estábamos a cerca de los 2200 metros sobre el nivel del mar. Mi trabajo era supervisar un experimento en el cultivo de menta en una parcela perteneciente a don Moisés Abarca quien aparte de ser agricultor y comerciante era un excelente arpista.

Para llegar a Llapay, desde Lima, se toma un bus hacia el sur hasta aproximadamente 144 kilómetros en San Vicente de Cañete. De allí se coge la carretera que va hacia Lunahuana y luego se sigue en la misma vía surcando las márgenes del río Cañete-Yauyos. Era un viaje promedio de cinco horas desde San Vicente; en esos años.

Cerca de Lunahuana está el anexo de Socsi. Allí quedan varias bodegas pisqueras. Muchas veces -junto con otros ingenieros de la institución- nos detuvimos allí para comprar unas cuantas botellas de Pisco para matar frío, la soledad y las noches nostálgicas en la sierra yauyina.

Nuestro mejor amigo el Pisco -a pesar de ser el mismo- siempre gustaba diferente según la compañía y la comida. En la ciudad, como Pisco sour y en San Vicente, puro con Mancha pecho o Arroz con pato. Pero en Yauyos, el pisco lo vertíamos a una infusión de hierbas aromáticas con azúcar quemada y limón al que se le llamaba chami. Acabado el pisco, el chami lo preparábamos con yonque.

Los días en Yauyos son calurosos y lentos como la parsimonia y paciencia del agricultor que siembra papa o maíz. Las noches eran estrelladas y muy frías sobre todo en agosto.

La fiesta en Llapay nos llenaba de mucha alegría mientras duraba la luz natural del sol. Al atardecer, ya era momento de abrigarse. En la noche, había que colocarse una casaca gruesa, un chullo y a frotarse las manos a la espera del chamiscol. Las mujeres de la zona se envolvían con mantas polares encima de sus pantalones jeans.

En el clímax de la fiesta ya bebíamos cervezas frías al natural. Bailábamos alrededor del tronco sembrado en el medio de la carretera. Volaba la serpentina y las niñas nos pintaban la cara con talco. Mientras transcurría el tiempo, la ebriedad nos encausaba hacia una penosa catarsis de confesiones y recuerdos. Solo unos pocos niños se divertían reventando cohetes chinos.

Las confesiones llevaban desde la ira al llanto y viceversa. Uno se daba cuenta porque no fueron pocas las botellas y los vasos que se quebraban adrede o las peleas entre rencorosos enemigos quienes horas antes solían ser los buenos vecinos.

"Ingeniero, este año ha sido más tranquilo" me dijo un ebrio profesor-director de la escuela primaria.

Aquella madrugada, antes de caer en el profundo etílico sueño de dos días, le huía a los demás grupos que todavía querían seguir tomando. En ese momento, me encuentro con un Pedro Vivas -tan ebrio como yo- intentando bailar sin pareja las últimas tonadas de una banda de músicos también ebrios que nadie parecía percatar.

"Inginiero, usted me recuerda a mi hijo" me decía casi sollozando. No atiné a contestarle pues había agotado todo mi llanto en recuerdos universitarios. Luego, al bamboleo de un abrazo de borrachos, me contó sobre la muerte de su hijo. Aquella historia la lloré junto con él pero no me alcanzó para recordarla.

Dchawsj

Yamakai-entsa, Setiembre 2015.


 
 
 

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