MENTOL CHINO (relato)
- danielchawnamuche
- 8 mar 2021
- 4 Min. de lectura
- ¡Padre Carlos!..........¡Padre Carlos!
Aquel grito me despertó por la madrugada. Cogí la linterna que estaba en la mesita de noche y salí rápidamente de mi habitación que estaba contigua a la del padre Carlos. Alumbré hacia aquellas dos siluetas. Ellos pusieron las manos a la altura de sus caras para evitar la luz. Luego, prendí el interruptor del frontis de las habitaciones y la luz nos alumbró. Nuestro perro, el Kaish, dormía sobre la banca.
- ¡Qué pasa! Susurré en voz alta y añadí: - El padre Carlos está descansando. - Padre, Wagner está en el suelo llorando. No sabemos qué tiene.
Había respondido el más alto mientras el pequeño seguía sobándose los ojos del sueño. Ambos habían dejado las sandalias sobre el piso de tierra para pararse descalzos sobre el piso de hormigón.
- Vayan. Yo iré detrás de ustedes. Les dije sin alzar mucho la voz, pero con energía
Ingresé a mi habitación para vestir de jeans y colocarme los botines. Desde allí escuché al padre Carlos cuando tanteaba el reloj puesto en su mesa de noche. Salí, apagué la luz del frontis y cogí la linterna la cual había puesto sobre la banca. El perro se había bajado de ésta y se estiró. Los alumnos ya no estaban al alcance de mi vista.
- Vamos Kaish. Le susurré al perro.
Bajé las escaleras de palos, alumbrándolas con la linterna. Pasé por el auditorio, crucé la cocina y volví a subir otras escaleras, pero éstas eran de cemento. Cerca de allí, en las habitaciones de los alumnos de tercero, se escuchaban murmullos. Kaish iba detrás de mí. A lo lejos, vi las dos siluetas de los alumnos de quinto quienes minutos antes me despertaron. Uno de ellos llevaba puesta la camiseta número 10 del club Barcelona. El otro, el torso desnudo.
Después, descendí por una pequeña loma que está terminando las habitaciones de tercero y llegué a loza deportiva. Alumbré la parte de atrás del tablero de basket y leí la inscripción que seguía allí pintada: “comando flores”. Flores había sido un alumno del río Cenepa quien dejó el colegio en el tercero de secundaria. Él ya tenía 18 cuando dejó las aulas. Alto, fornido y dado más a la actividad física que al estudio. En tres años no pudo completar una frase en castellano.
La llanura de la loza me daba la suficiente confianza para apagar la linterna. Kaish tomó otro camino dirigiéndose hacia la casa de la sra. Mónica dónde estaba Pelusa, una de sus novias. Encendí la linterna y subí por las escaleras de palos hacia la habitación de los de quinto.
Ingresé a la habitación y prendí la luz. A mi lado estaba Sejekam. El pequeño Sharup ya estaba en el segundo piso de su camarote donde dormía y observaba con sus ojos de sueño. El alumno Wagner estaba arrodillado con el torso desnudo abrazándose la barriga y con la frente en el piso llorando con los dientes apretados.
- Wagner, Wagner. Soy yo. Échate un ratito. Le dije.
Puse la palma de mi mano izquierda sobre su abdomen y golpeé sobre ésta con dos dedos de la mano izquierda. No sonaba nada.
- ¿Qué comiste? Le pregunté. - Nada. Me respondió sin dejar de expresar dolor. - Ya vengo. Espérame tranquilo. Regreso con una pastilla. Acuéstate en tu cama.
Apagué la luz de la habitación. Prendí la linterna e inicié el trayecto ya recorrido. Esta vez solo escuchaba el sonido de las chicharras y los grillos. Los murmullos de las habitaciones de tercero ya habían cesado.
Bajé por las escaleras de cemento, crucé nuevamente por el auditorio y subí hacia la casa de la comunidad. Ingresé a la cocina y busqué, en una cómoda de la sala, la llave de la enfermería. Bajé hacia la enfermería, abrí la puerta y busqué una pastilla para los cólicos estomacales. Subí nuevamente hacia la cocina y llené una botella de plástico con agua del filtro. Ingresé a mi habitación porque recordé que tenía mentol chino en el cajón de la mesita de noche y regresé otra vez hacia la habitación de quinto.
Cuando llegué, ingresé sin prender la luz de la habitación y solo me alumbraba con la linterna. Fui hacia la cama de Wagner. Él dormía sin dejar la expresión de dolor. Le dije:
- Hijo, despierta. Ya te traje la pasti’a. ¿Dónde está tu jarro?
Señaló el lugar sólo con la mirada y yo la seguí con la linterna. Cogí el jarro, destapé la botella y lo llené con agua. Él se incorporó. Le di la pastilla y después el jarro para que bebiera. Se echó nuevamente y se cubrió con su cobija polar. Me levanté y me fui. El resto de los alumnos dormían.
Cerca del auditorio, ya a punto de subir las últimas escaleras que me llevarían hacia mi habitación, recordé que llevaba en el bolsillo la latita con el mentol chino. Recordé que mi abuela me frotaba la panza con ese ungüento cada vez que me dolía. También cuando tenía bronquitis o cuando me picaban los zancudos. De niño pensaba que todos los dolores del mundo podían curarse con el mentol chino.
Apagué el interruptor de luz del frontis de las habitaciones y sentí claramente algo extraño sobre la mano que no llevaba la linterna. Me asusté:
- Hijo’e perra. Kaish, por qué me asustas. Musité.
El perro me había seguido más o menos desde las habitaciones de los de tercero. No lo vi porque es negro. Se subió a la banca, resopló por la nariz, se acomodó y se puso como pensativo. Ingresé a mi habitación. En la oscuridad, escuché decir al padre Carlos:
- ¿Todo bien? - Todo bien. Era uno que le dolía la barriga. Le respondí.
El padre Carlos no dijo nada más solo siguió roncando lo que me hizo pensar que realmente no quiso preguntarme. Él estaba hablando dormido.
Me quité los botines y luego, el jean. Me acosté y me dormí pensando si era cierto que el mentol chino podía haber sido mejor que la pastilla. Me acordé, también, de mi abuela que me preguntaba qué había comido y yo respondía:
- Nada.
Dchawsj
Bogotá, enero 2019

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