Mama Hilda (crónica)
- danielchawnamuche
- 2 nov 2022
- 3 Min. de lectura
Cuando era pequeña con tan solo 8 años, doña Dominga Cuyubamba Palomares dejó la sierra central en Muquiyauyo, Jauja para llegar a Lima, la Capital. Una vez en Lima llegó a vivir a la casa de un familiar catedrático de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos cuya esposa no le tenía el mayor afecto. Vivió y trabajo para aquel matrimonio como muchacha de hogar. Realizaba la limpieza del hogar y los mandados del mercado.
A pesar de los medios económicos de aquel lugar donde residía y cuyos habitantes también eran sus coterráneos no recibió mejor paga. Quizá algunos vestidos, el hospedaje y la comida. Allí terminó su infancia e inicios de su adolescencia. Nunca piso un colegio salvo años después para llevar a mi padre o a mis tíos.
Dejó el campo porque sus padres no querían que se quedara allí siendo la única hija menor. “Mejor te vas a Lima” le dijeron. El corto recuerdo de la escasa infancia que vivió allá -me contó una vez mientras despulgaba a Baraco un perro cocker spaniel negro- fue la vez que con sus amigas sacaban frutos de los árboles. Ella pequeñita estiró el borde de su falda para que allí cayeran las guindas. Entonces, iban cayendo las guindas hasta que de pronto se escuchó un grujido y le cayó encima una rama entera.
Ya siendo adolescente una señora le propuso que trabajara en su casa en el Callao, ciudad portuaria. Parece que no le fue difícil dejar el primer hogar en la Capital. Su tío se mostró amable; la esposa de él, quizá lo contrario. Nunca más escuché de mi abuela decir algo más de ellos.
Trabajó en aquel hogar muy bien, tenía algo más de paga y el trato mejoró notablemente. Limpiaba el hogar y hacía las compras en el mercado central del Callao donde en muchos de los negocios eran ocupados por chinos migrantes. Uno de ellos quién con muchos sacrificios logró de hacerse con un puesto de venta de carne y así librarse de una situación tan difícil como la de la abuela en sus inicios en la Capital fue mi abuelo.
Cuando las situaciones económicas en las familias van mal, la gran sacrificada es la muchacha. La familia donde ella trabajaba la tuvo que despedir con mucho dolor. Mi abuelo, el carnicero, ya andaba de coqueteos con ella como muchos chinos y pocos japoneses lo hacían con otras peruanas migrantes de la serranía. Una vez que se casaron se fueron a vivir en una calleja grande de madera y quincha, sus vecinos eran también jóvenes parejas de cultura asiática y andina.
Pronto el callejón se llenó de niños entre ellos mi padre y mis tíos, también de mascotas. Eran frecuentes las visitas de los niños a los vecinos. Mi abuela siempre tenía sobre la mesa jarras de vidrio con agua de manzanilla o hierba luisa. De niño, recuerdo ver la televisión blanco y negro junto al abuelo una serie sobre la segunda guerra mundial llamada: Combate!
Pasaron muchos años cuando supe que mi abuelita Hilda realmente se llamaba Dominga y eso a raíz de su cumpleaños en diciembre. Según cuenta mi padre, ella nació un domingo de adviento. Era de suponer el cariño que les tenía a los animales, el cuidado por los niños, la limpieza y, sobre todo, el deseo de que nadie se quedara sin estudio. Ella de muy niña sin hermanitos a quien cuidar ni sentirse protegida tomó un cuidado especial por la atención al prójimo y la llamaron: mama Hilda.
Los años pasaron. Mi padre logró un terreno en un distrito de Lima donde vivieron después mis abuelos y que mis tíos poco a poco fueron edificando. Allí seguíamos con las infaltables reuniones de año nuevo que congregaba a toda la familia: una cuchipanda sabor oriental que mi padre y mis tíos aún continúan. Yo dejé de ir una vez que me hice misionero jesuita.
Mi abuelo Augusto murió en 1991. Dominga Cuyubamba -la mama Hilda, mi abuelita Hilda, Peli como la llamaron sus últimos nietos y biznietos- vivió 22 años más que el abuelo y 8 más que mi madre. Partió a la morada celestial un 2 de noviembre del 2013 justo cuando me encontraba de misión en Yamakaientsa, Alto Marañón, Amazonía peruana.
Dchawsj
Bogotá, noviembre 2017.

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