Maizal (relato)
- danielchawnamuche
- 16 ene 2023
- 3 Min. de lectura
Había encontrado un gusto especial por el maíz no solo por las muchas variedades que se podían encontrar en el mercado: moradas, amarillas, blancas, moteadas, pequeñas, grandes. Sino por la versatilidad de platos y bebidas que de este cereal se pueden preparar. Y, es más, cuando estudié en la universidad agraria veía con mucho agrado como las vacas comían alegremente las chalas picadas mezcladas con melaza.
El curso de maíz era demasiado aburrido. Gran parte de éste consistía en escuchar al docente una larga lista de variedades e híbridos y de absurdas comparaciones: que si la PM-321 era mejor que la PM-350 o viceversa. Las prácticas consistían en sembrar 5 semillas en una maceta, pero cuando las visitábamos para regarlas ya habían sido devoradas por las palomas.
Los campos de maíz me traen mucha nostalgia. Tanto los campos sembrados que vi y visité en la universidad como los que luego pude observar en los andenes pre-incas de la sierra limeña o en las milpas de la Tarahumara en México.
En la universidad, con un grupo de amigos y amigas solíamos ingresar en lo espeso de los maizales. Ahí llevábamos un poco de licor, música y cigarrillos y armábamos nuestras pequeñas reuniones festivas, desahogábamos las penas de las primeras prácticas no aprobadas o para despedir al compañero suspendido por un semestre.
El grupo se deshizo cuando fueron formándose las parejitas y los que quedamos huachos elegíamos un lugar más público para divertirnos y conocer nuevas amigas. A las nuevas no les atraía la idea de ir “al maíz”. La verdad es que en “el maíz” podía pasar de todo y fantasearse mucho. Se perdía fácilmente la reputación si te veían ingresando o saliendo de allí.
Una vez me vieron saliendo con un trío amigas porque fuimos a recolectar unos insectos beneficos de la familia Chrisopidae, bichos verdes que devoran pulgones. Una semana me estuvieron fregando con el apodo de enano erótico. A lo cual, ellas me preguntaban: -¿Por qué, ah? -Son unos idiotas. Les respondía.
Lejos de la universidad no hubo un lugar en donde los maizales o las milpas no fueran necesarios los rituales para la fecundidad de éste o para alejar las granizadas y sequías o para tener éxito en el hondear y espantar a los loros. Entrar en los maizales era algo necesario. Algunos lo hacían solos, otros en parejas.
Los que iban solos les hablaban a las matas. Les contaban sus amores no correspondidos o las decisiones de migrar hacia la capital. Las mujeres iban a orinar en el maizal pues decían sus abuelas que con ello salían mejor las arepas o las tortillas. Si se iba en pareja tomados de la mano con la luna en cuarto creciente era mucho mejor. A los niños de la ciudad no se les dejaba entrar porque eran muy dañinos y sus padres no se hacían responsables.
Ya no se ven muchos maizales cerca de la ciudad y si los hay sus campos están cercados o los siembran muy juntos para ser consumidos como forraje para las vaquerías. En otros grandes cultivos de maíz, ya no hay olor a tierra húmeda se perciben los venenos sintéticos. Es casi probable -aunque las empresas lo nieguen- que cada vez es más restringido el ingreso hoy a los maizales. Se teme que entrar en estas plantaciones se corra el riesgo de que en el largo plazo se conciban lagartos en vez de niños.
Dchawsj
Bogotá, Enero 2019

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