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Los primeros libros (crónica)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 8 sept 2021
  • 3 Min. de lectura

No recuerdo quién me regalo aquellos primeros libros, quizá fue mi padrino o mi madrina y en alguna Navidad. Recuerdo que al abrirlos exclamé que sólo eran libros. Y por supuesto no podían competir con los juguetes de a pilas y luces.

Pasaron los años. Una vez que aprendí a desarmar los juguetes y éstos nunca más volvieron a funcionar, los libros me acompañaron. A veces -postrado en la cama de la habitación compartida con mis hermanos- contemplaba siempre más las imágenes que el contenido de las letras.

Después de un tiempo, recuerdo me rehusé a regalarlos. No obstante, tras una invasión de altanería allá por los 17 años, susurró en mi pensamiento la idea de que debía leer cosas más serias y los regalé junto con mis libros de ciencias naturales de Víctor Valecillo del 5to y 6to grado de la primaria y un ejemplar de la primera edición de la Ciudad y los Perros –¡quién iba a saber que años después el autor ganaría el nobel!-

Mi hermana y yo, quienes somos mellizos, recibimos sendos cuentos. Ambos eran de tapa de cartón dura casi como aquellos cuadernos de 200 hojas que a mis compañeros de clase de la primaria les compraban a mediados de los años ochenta y sonaban como puerta.

Además de las figuras propias del cuento en la carátula, en el de mi hermana predominaba el color anaranjado oscuro y en el mío, blanca. De aquellos cuentos, no recuerdo casi nada de las palabras solo imágenes. Admito que me encantaba más el cuento de mi hermana pues parecía más real e interesante.

El cuento de tapa blanca trataba de animales que se enfermaban, hasta que enviaron a un zorro emisario a que avise al médico del pueblo, éste llegaba y los curaba. En esas épocas, me quedaba bastante tiempo contemplando las figuras de pequeños tiburones con paperas y otros animales salvajes a quienes eran curados de la tos ferina, la fiebre amarilla y la difteria. La última lámina aparecían todos los animales sanos con una pancarta agradeciendo a un médico viejito, calvo y con lentes.

Pronto, atesoré el cuento de la tapa naranja obscura porque mi hermana simplemente no tenía esa avidez por la fantasía como yo o quizá porque ella comenzó a preocuparse por cosas con mayor importancia como estudiar para incorporarse rápidamente a la población económicamente activa.

En el cuento naranja -cómo yo lo llamaba- había un polichinela que cargaba unos cartones. Él no sabía qué hacer con ellos y construyó una ciudad de cartón con sus habitantes. Luego se fue despidiéndose de la pequeña ciudad de cartón. Al poco tiempo, llegó un villano gordo de barba roja, tuerto con parche. Colocó uno hilos a todos los habitantes y los esclavizó. Todos trabajaban para el villano: el peluquero, el zapatero, el herrero, el sastre y otros. Quizá fue un gordito que se escapó en una pompa de jabón o una niña con su perrito logró escapar y avisar al polichinela. Éste regresó, golpeó al villano y liberó al pueblo.

Es bonito decir que me siento muy agradecido de aquellos cuentos que recibí de niño. El cariño que le ponía el médico para curar a los animales y sus familias que sufrían. La injusticia que se cometió con aquel pueblo de cartón y que luego fue liberado. Aquellos cuentos con final feliz. Y no fueron pocas las veces en que creía que si colocaba el cuento debajo de la almohada podía soñarme dentro del relato.

Dchawsj

Yamakai-entsa, Setiembre 2014




 
 
 

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