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La Playa (relato)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 19 oct 2021
  • 5 Min. de lectura

Todo empezó un domingo de verano. “Alístate, ya nos vamos” me dijo una de mis hermanas. Aún sin reaccionar del sueño, me quité las pijamas, me coloqué el short, un polo y las sandalias. En la misma habitación, otras de mis hermanas hacían lo mismo. Las más adolescentes se alistaban. Dentro de sus mochilas colocaban cepillos para el cabello, cremas para el sol, sus lentes y sus toallas.

La noche anterior mi madre había estado sancochando papas y preparando una salsa que durmió toda la noche en la refrigeradora junto a unas botellas de vidrio tamaño familiar con chicha morada. Muy temprano, antes de partir, ella cocinó en una olla el arroz con pollo que luego introdujo en un gran termo para que conservara el calor. Nos íbamos a la playa y todo ello era nuestro almuerzo.

Mi hermano se encargaría de manejar el auto porque ya tenía edad para hacerlo. Mi madre pasaba lista a las cosas: “lleven las ollas, los platos y los cubiertos”, “suban la sombrilla”, “échale agua al carro”, “pongan las papas, la crema y la lechuga en el cooler”, “las aceitunas también y no olviden la fruta”. Y otras cosas más.

Todo pasaba por la supervisión de sus ojos: “¿estás llevando la crema Nivea?” le decía a una de mis hermanas. Y ni siquiera mi hermana respondía. Solo daba media vuelta e iba por la crema. “Deja a Archivaldo porque se va a llenar de arena” me decía. Yo daba media vuelta y subía nuevamente por las escaleras hacia la habitación y dejaba al mono peluche de lana marrón encima de la cama.

Mi padre estaba tomando su desayuno y leía el periódico. Él ya había hecho con anticipación las cosas que le tocaba hacer. Algunas de mis hermanas y yo desayunábamos leche con suplemento vitamínico y pan con mantequilla. Mi madre que aún tenía tiempo regó las plantas del jardín para que no sufran en esos domingos calurosos del verano limeño. Mientras hablaba con una vecina para que le dé una chequeada a la casa mientras no estábamos.

Estando todos listos en el carro, una llanta del carro estaba baja. Aún así, mi hermano decidió manejar muy despacio en primera velocidad. Al cabo de dos minutos la llanta totalmente desinflada hacia ruido por toda la calle Paso de los Andes. Así fue como toda la gente, vecinos y extraños, se enteraban que nos íbamos a la playa.

La velocidad del carro nos llevo al grifo más cercano de la avenida Faucett. Tanque lleno y llanta reparada, el auto estaba listo. Partimos y las avenidas estaban abarrotadas de familias que también iban a la playa en sus carros. Yo lo sabía porque en los semáforos en rojo podías ver dentro de los carros sombrillas y casi siempre algún niño parecido a mí con los ojos casi dormidos y la jeta fruncida.

Las calles de Lima aún lucían con los restos de propaganda de las últimas elecciones y no recuerdo más pues mis ojos habían de recuperar las horas de sueño perdidas. “Baja” me dijo una de mis hermanas mayores. Y agregó: “ya llegamos”. Las cuatro puertas del carro se abrieron y salimos todos para estirarnos. Parece que el único que no durmió durante el viaje fue mi hermano junto con mi madre que se ya comenzaba a dirigir.

Mi padre ya sabía qué hacer. Cogió la sombrilla y a buscar un lugar. Ni muy cerca ni muy lejos de la torre salvavidas. Ya nos habían dicho que si nos perdemos, buscamos ese punto de referencia y nos quedamos allí hasta que nos encuentren. Yo lo seguía a él. Hasta que una de mis hermanas me acusó de no llevar nada: “Mira se va”. Mi madre que todo lo dirigía gritó: “¡ven para acá!”. Yo regresaba cruzando media playa fingiendo los ojos dormidos. “Lleva la chicha” vociferó. Miré a mi hermana con el ojo que no tenía legaña y ella sacó su lengua en burla.

Nos instalamos los ocho con las toallas y la sobrilla. Mis hermanas, las mayores, en sus propias toallas, una de ellas vigilando que ningún grano de arena suba a la suya. Mi hermano llevaba las botellas de chicha y las enterraba en la orilla para que se mantuvieran frescas. Yo junto con mis otras dos hermanas jugábamos horas y horas en la arena haciendo castillos con un balde que antes fue un envase de mermelada, haciendo torres de arena mojada, haciendo papas rellenas de arena, enterrándonos o buscando muy-muys. A veces íbamos al agua con cautela para no nos revuelquen las olas pero yo -siempre distraído- de cuando en cuando una ola hacia de las suyas y mis lágrimas se confundían con el agua salada.

Mi madre casi nunca se metía al agua salvo al último. Era una gallina cuidando a sus pollos. Iba sirviendo los platos del almuerzo como Dios manda y no porque estuviéramos en la playa debíamos comer como bárbaros. Primero la lechuga y encima las papa; la salsa huancaína y encima la aceituna junto a la rodaja de huevo sancochado. En el mismo plato sin lamer los restos de salsa huancaína nos servía el arroz y encima la presa de pollo con su zarza de cebolla. Cada uno con su tenedor; pero eso si, la presa se cogía firme con la mano como Gengis Khan porque era una tragedia ver caer una presa de pollo a la arena. La chicha estaba heladita pero siempre sabía dulce y un poco salada.

Mi madre no nos dejaba ir al agua con el estómago lleno. Unas horas después del almuerzo iniciábamos el regreso. Casi siempre porque el mar invadía nuestro lugar, mojaba las toallas, los bolsos y otras pertenencias personales. Al retirarse se iban las 16 sandalias, el balde que antes fue envase de mermelada con los trofeos que habíamos recuperado del mar. "El mar se ha puesto bravo, el salvavidas está poniendo la bandera roja" señalaba mi madre.

Mi padre regresaba al carro con la sombrilla y el cooler lleno de cosas pero vacío de peso. Mis hermanas exprimían sus toallas, se colocaban sus shorts, cepillaban sus cabezas. Mi hermano sacudía su billetera mojada de agua salada y llevaba otras cosas que mi padre había olvidado. Yo buscaba mis sandalias mientras extrañaba al balde. Esta vez encontré el par pero el balde no, ni las plumas de pelícano, ni las corazas de muy-muy, ni caracoles, ni conchitas. El mar se tragó las cosas y también había hecho aparecer otras cosas que supuestamente ya no estaban allí: palitos de chupetes, chapas de gaseosas, huesos de pollo roídos, pepas de mango chupado y carozos de duraznos. El mar da y también quita.

Regresamos a la casa sin novedades en el barrio, mis hermanas corrían a bañarse en la única ducha que teníamos. Los más pequeños nos íbamos a la azotea a llenar las bateas con agua para allí quitarnos todo, la sal y la arena. Mi mamá a lavar y guardar las cosas que habíamos llevado a la playa. Luego como a las seis de la tarde, aún había luz solar, la calle estaba un poco más fresca. Mi madre volvía a regar los jardines y las plantas parecían estar más felices y verdes. Como otros domingos, la vecina de al lado le pedía a mi madre una chequeada a su casa cuando se iba a la misa de siete, en la parroquia San Miguel Arcángel.

Dchawsj

Santa María del Nieva, Octubre 2014








 
 
 

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