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La chica de los anteojos (relato)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 26 jul 2021
  • 2 Min. de lectura

Ella parecía que miraba las escenas de la vida enmarcada. Y -a lo mejor- no poseía esa facilidad de mirar sin sus anteojos que quizá adivinaba lo que sucedía a su alrededor más allá de sus propios umbrales.


Nadie -solo yo- la vio sin sus anteojos puestos. Incluso, ni ella misma se dio cuenta que yo, confiado en su ceguera, y puesto delante de ella declare mi ternura haciendo dilatar mis pupilas como semáforo en verde intentando cruzar su corta vista con esa mirada que solo un corazón enamorado ve.

En vano no pasan los años, las medidas se aumentan o se corrigen. Las monturas también cambian; los cristales, igual y ella tampoco era la misma que conocí. No obstante, era fascinante verla en el laboratorio de biología, sutilmente colocaba


las gafas por encima de sus cejas para ocultar sus ojos en los binoculares del microscopio. Sus cejas -las cuales se escondían cotidianamente detrás del marco de carey- poblaban perfectamente su frente como pasto japonés.

Difícilmente ella engrandecía los ojos pues su visión no le daba aquella necesidad. Común era verla girar de rostro entero haciendo mostrar a quien se le pusiera en frente unos minúsculos y coloridos pendientes.

Y pasó un tiempo más. Ella -solo unos años mayor- acabó la universidad lo que significaba que ella no me vería más a través de sus lentes ni por encima de ellos cuando se disgustaba.


Cierto día de verano, sentado en una de las bancas de cemento y debajo de una frondosa ponciana; miraba las ventanas del comedor de la universidad intuyendo que la gente se veía diferente a través del vidrio. De pronto, dos manos rodearon mis ojos como en el típico juego infantil del adivina quién soy. Era ella sin duda, no pronuncié su nombre porque me daba miedo equivocarme, sus flacos pulgares sostenían mis cien.

Ella se mostró tal cual y siempre se mostraba regalándome su sonrisa de amiga. Me abrazó tan fuerte como cuando ella abrazó a sus amigos en el momento feliz de su graduación. Cogió mis manos y las puso sobre su barriga de tres meses de gestación. A lo lejos una voz la llamó: era su novio. Giró toda la cabeza para indicarle que ya iba en un apurado gesto. No dijo nada, movió sus dos manos en un adiós.

A los dos meses de aquella última vez que la vi, el oculista me recetó unas gotas para los ojos rojos, utilizar en la medida de lo posible gorra y gafas para el sol dado lo dañino que es éste para una profesión como la de ingeniero agrónomo.


Un tiempo después, me recetaron anteojos de medida. Aquellos lentes quizá para un mal llamado astigmatismo el cual se negaba a olvidar a una miopía.

Dchawsj

Jaén, Julio 2014.



 
 
 

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