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El último relato… antes de pandemia (relato)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 31 dic 2024
  • 3 Min. de lectura

El invierno terminaría en un domingo de setiembre. Ese día tenía que ir a la academia para el simulacro de examen de ingreso a la universidad. Hasta ese entonces solo había visto a Celia los días de semana con su uniforme gris del Colegio Nacional Elvira García y García.

 

Vestida de esa manera, parecía una niña cualquiera sin más ni más. Pero, aquel domingo vistió con jeans apretados que contorneaba su figura, un polo blanco con una imagen de piedritas rosadas las cuales hacían en conjunto una brillante flor y, sobre sus hombros, una chaqueta de hilo blanco.

 

Aunque nos veíamos todos los días, ese día coincidimos en sentarnos cerca para rendir el examen. “Eres el sabelotodo”. Dijo intempestivamente. Yo estaba nervioso por su manera de abordarme y pronto me repuse para contestarle. “No lo sé todo. Por ejemplo ¿Cómo te llamas?” Pregunté sonriéndome.

 

“Celia”. Respondió. “Primera vez que te veo. ¿Estás en la mañana?” “No, voy en la tarde después del colegio”. “Ah, tú eres de las chicas que vienen con su uniforme”. “Si”. “Con el uniforme se te ve bien chibola”. “Si, por eso me encanta venir los domingos”. luego, hicimos silencio y rendimos el simulacro.

 

Al terminar el examen, la encontré en la puerta. Me preguntó si iba por la avenida Universitaria. No le negué porque quería pasar un rato más con ella. Nos fuimos caminado hasta llegar a la plaza San Miguel. “¿Tomamos un jugo?... Yo pago… Además, dan dos vasos”. Me preguntó tan rápido y se sentó inmediatamente en una de las sillas de la juguería que no tuve tiempo de contestarle.

 

Los vasos son altos y cónicos; el jugo, espeso. El tendero nos colocó pitillos a cada uno. Ella se veía más atractiva juntando sus labios para beber. Yo bebía por el pitillo, pero ligeramente hacia la derecha como aspirando un cigarrillo y cogiendo el vaso. Me parecía un modo más viril de beber. En cierto modo, evitaba el contacto visual, no quería mostrarme interesado.

 

Después de este paseo, cada uno se fue a su casa. “Yo solo quería estudiar y ahora no hago otra cosa que pensar en ella”. Pensé.

 

El día lunes fue el más largo de todos. Ella no vino. Tampoco, el martes. “Tendrá trabajos en el cole”. Pensé. No se asomó, el miércoles. El jueves, yo falté por el ansía de encontrarnos el viernes. Tampoco, llegó el viernes. “Ésto debe ser una prueba para no ingresar a la universidad”. Lo tomé con calma y la olvidé.

 

Otra vez supe de todo: fórmulas de trigonometría y geometría, la composición del ARN mitocondrial, las crisis provocadas tras el oncenio de Leguía, las diversas relaciones simbióticas y el nombre del autor de "la metamorfosis".

 

El domingo volvió a haber simulacro. Yo estaba enfocado en la resolución de éste. Se terminó. Y nuevamente la encontré en el paradero. No nos dijimos nada simplemente, entendí su mirada y caminamos hasta la plaza San Miguel y entramos a la juguería. Allí sonaba una canción: “Pídeme la luna y te la daré…” A ella le gustaba más; a mí, no tanto. Conversábamos, nos reíamos, comparábamos respuestas.


Ella podía faltar a las clases, pero jamás los domingos de simulacros. Yo ahorraba algo de dinero para invitarle un jugo. Nos alejamos una vez acabado el semestre. Nunca le pregunté dónde vivía, si era por Carmen de la Legua, por Reynoso o la avenida Perú.

 

Años después, me acordé de ella por otra canción de Leo Dan que sonaba: “Y así comienza nuestro amor… en primavera”.

 

Dchawsj

 

Salamanca, diciembre 2019




 
 
 

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