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El nombre que no podía recordar (relato)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 6 jun 2021
  • 3 Min. de lectura

En casi cerca de seis meses, intenté recordar el nombre de la chica que conocí en una fiesta donde fui invitado por un amigo del colegio. Hice un buen esfuerzo, más solo pude evocar imágenes de su casa bonita con el piso de madera parqué bien lustrado. También, los pocos carros estacionados en la avenida Bolívar, su familia bien elegante y ella con su vestidito blanco perlado y un look noventero de cabello largo esponjoso.

En aquella noche, ella bajó por las escaleras de su casa. Estaba tomada del brazo de un señor mayor quizá su padre. Miraba a todos como la multitud que deseaba su pronta presentación a la sociedad. Luego de los valses tradicionales, ella se confundía entre no pocos miembros de su parentela, los adultos invitados y los adolescentes colegiales quienes pretendíamos un bailecito con ella para salir en el video familiar o en algunas fotos para la eternidad del recuerdo.

La fiesta transcurría con música pop de moda y merengues del dominicano Juan Luis Guerra. Yo movía un pie con cierto compás. No sé si al ritmo de la música o por la ansiedad de querer acercarme a sacar a bailar a alguna desconocida niña bien vestida. Hasta que por fin llegó la solución: un par de cervecitas bien heladas para bajar la tensión y aumentar una desinhibida sonrisa natural que no hiciera dudar ante los presentes que el lugar en donde está uno -la fiesta- es para divertirse.

Transcurrida las horas de la noche, ya era un poco más difícil no pasar por desapercibido. De cuando en cuando miraba a la niña más linda de quince años con su sonrisa candorosa mientras bailaba con alguna de sus amigas. Ella, siendo la reina del santo, no le faltó galán para el baile y eso me daba un poco de rabia porque yo también quería bailar con ella.

Antes de irme de la fiesta, -porque a esa edad uno no se iba de las fiestas cuando quería sino cuando lo recogían- aproveché un único momento en que todos despejaban la sala por la pausa para el cambio de música. Me acerqué tras la quinceañera por su espalda. Pesqué su mano y muñeca mientras sonaba el inicio de la canción en merengue: "Ojalá que llueva café en el campo”. Y bailamos bonito.

Al terminar, hice una caballerosa venia de agradecimiento como esas que vi varias veces a la gente adulta. Me dirigí hacia la salida y -sin voltear a verla por última vez- desaparecí triunfante por la misma puerta la cual horas antes no me atrevía a cruzar. El papá de otro amigo fue quién nos recogió en un discreto auto rojo y gentilmente me dejó en la puerta de mi casa cerca de las dos de la madrugada.

Después de tocar el timbre, –pues llave no me dieron hasta cumplir los 18- salió mi madre en bata y chompa con su cara soñolienta. Me abrió la puerta y fue inmediata su pregunta: ¿No has tomado mucho, no? No respondí -pues era obvia la respuesta- y me dirigí hacia mi habitación. Desaflojé la corbata. No hice mucha bulla para no despertar a mi hermano. Una vez acostado, pensé en ella y no pasó mucho tiempo cuando caí en un etílico sueño hasta el día siguiente.

Todo esto lo recordé hace ya cerca de seis meses sin poder atinar con el nombre de ella. Varias veces he tratado de inventar uno pero sin éxito. No obstante, he aquí lo más maravilloso que sucedió. Estando en un agotador viaje por el río Cenepa, una melodía salía desde una casita de madera y techo de hojas de palmera yarina. Sintonicé mis oídos con una clara afinidad y esbocé una grata sonrisa al recordar el nombre de ella mientras el cantante anunciaba el inicio de la canción que ya no era necesario seguir buscando: “Hay una chica que es igual pero distinta a las demás. La veo todas las noches por la playa pasear y no sé de dónde viene y no sé a donde va”.


Dchawsj

Yamakai-entsa, junio 2014



 
 
 

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