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El día que el agua se marchó(Cuento de mil palabras y un poquito más)

  • Foto del escritor: danielchawnamuche
    danielchawnamuche
  • 13 abr 2021
  • 6 Min. de lectura

Huimos del pueblo el día que el agua se marchó. Si, se marchó del lago, del pozo, del estanque, de la tubería, del lavabo, del inodoro y del desagüe. Tras ella se fueron las ratas, pero nunca las vimos partir. Huyeron de día y de noche por los drenes oscuros. Estaban confundidas el día que el agua se marchó. Dijeron que los gatos las devoraron para conseguir líquido. Pero, todo fue inútil. El sol les arrebató hasta el vapor de sus suspiros.

El sol calentaba por la mañana, abrasaba al mediodía y por las noches no parecía ocultarse. La luna sudaba y nuestros ojos lloraban sedientos de lágrimas. Todo estaba seco, el pan, la pasta dental, el champú, el perfume. Si, el perfume que nos gustaba combinar con agua para el día del carnaval. Todo ello, era una nata seca adosada a las paredes de sus envases.

Todas las tardes, antes del crepúsculo, cerrábamos las puertas a pesar del calor por el miedo. Precisamente, le temíamos más a los Buscadores de agua que a la misma Sequedad. Ellos llegaban con el susurro del viento anunciando lo que perdimos: se fue, se fue, se fue, se fue. Casi todos los días por las mañanas, mi padre oraba hacia la montaña gritando: agua, agua, agua, agua. Y así, hasta la montaña dura nos negó su eco. Y así, por las tardes, regresaba el viento: se fue, se fue, se fue, se fue.

Con la sequía terminó el mito de que la lluvia vendría cuando los perros aullaran. Es más pronto sus aullidos sonaron como el clamor de la sed. Noche tras noche, los perros aguallaron hasta el día que la Sequedad les arrebató absolutamente todo hasta las primeras sílabas de su lamento. Ratas, gatos y perros fueron los últimos animales que acompañaron a nuestra humanidad abrasada. Ya, sin ellos, nos aventuramos a huir del pueblo el día que el agua se marchó y en vano, la esperamos.

Caminamos durante la noche y en la madrugada llegamos al pueblo vecino. Una tenue brisa despellejó el polvillo que cubría las huellas de la gente.

—Ellos también partieron —dijo mi padre—.

—No todos —apresure a responder—. Allí quedo, como una momia dormida, el perro guardián que no parecía temerle a nadie ni al calor ni al viento.

—Vámonos. Si nos quedamos, pronto llegará la mañana. Luego, si llega el mediodía… —calló mi padre—. La gente de aquí y de mi pueblo se llevaron sus picos, sus palas, sus barretas y todo aquello que fuera útil para herir las entrañas del suelo.

Luego de ir a orar a la montaña, mi padre llegó y me encontró mirando y señalando el horizonte.

— ¡Allá están! —Él parecía traducir mi pensamiento—.

Mi padre y yo divisamos al pueblo entero trabajando con sus herramientas en una hoyada que antes fue un terraplén.

—Nos iremos apenas caiga la noche y llegaremos al amanecer —dijo—.

Entramos en una casa lujosamente entristecida por la sequedad, sus muebles de fino cedro crujían, el mármol del piso estaba tan opaco como los vitrales. Mi padre cerró la puerta y yo cerré los ojos para arrullarme con el sonido del viento: se fue, se fue, se fue.

Mi padre me despertó a la hora tibia para iniciar nuestra trayectoria tal como lo había decidido el día de ayer. No se escuchaban más los murmullos que anunciaban a los Buscadores de agua. Nos dirigimos hacia allá. Luego, supimos que estábamos llegando al lugar, pues, una sensación fresca nos hacia saber que ya había pasado varios minutos de la hora fresca. Aún faltaba unos cuantos metros para poder acercarnos a la primera persona que a lo lejos se le veía con un zapapico en sus manos dispuesto a dañar al suelo.

— ¡Hey! —gritó mi padre queriendo despertarlo de su insomnia concentración pero no lo logró—.

— ¡Buen día! —el orador volvió a gritar sin hallar respuesta alguna igual que la montaña dura—. Llegamos. Yo miraba al suelo porque el horizonte hacía interminable mi caminar.

—No alces la mirada —se adelantó mi padre a decir—. El quería evitar que mirase el rostro vacío de la muerte seca.

—Gira y mira la montaña, allá nos vamos ahora mismo —dijo repentinamente.

Mi padre estaba pálido. Lo supe por el tono de su voz justo igual que hace varios días cuando regresó del campo hacia nuestro pueblo y nos contó cómo halló el ganado seco, la alfalfa seca, la chacra seca. Entonces, podía imaginar el panorama de cientos de personas secas, momificadas, muertas de sed, algunos con las manos en sus rostros, unos mordiendo el mismo suelo y otros con sus rostros de seca desesperación.

—Los niños no sufrieron mucho —dijo mi padre consolándose una vez más o sólo advirtiéndome—.

El fracaso de la búsqueda de agua se habría parecido mucho a aquella época que mi abuelo contó por la fiebre del oro. Tal vez, fueron los mismos Buscadores de agua quienes aniquilaron al pueblo privándolos de esperanza.

La montaña parecía ser lo más seguro del lugar. Mi padre quería demostrarme que no éramos los únicos en este mundo. Hacia allá nos fuimos en búsqueda de signos de vida, signos de humanidad y, quizá, de aquellas respuestas que al eco jamás le escuché decir. Tras llegar a la montaña, mi padre me pidió que volteara a ver aquel rebaño de mujeres y hombres resecos que habíamos dejado atrás.

—Míralos. De lejos es posible imaginar cómo fluye su esperanza —anunció temerosamente—.

Esta vez no pude comprender las intuiciones de mi padre. La seguridad de esta montaña no atenuaba ni al agresivo calor ni al viento. Luego, encontramos una pequeña cueva donde podíamos pasar algunos días, quizá toda la vida o lo que nos quedaba de ella. Dormía.

Al despertar, casi cerca del inicio de la hora cálida vi la silueta de mi padre que discutía. Quizá contra la reminiscencia de los últimos ecos que escuchó. Pronto, parecía como si mi padre luchará contra unas fuerzas mayores que él. Eran acaso los Buscadores de agua, la Sequedad, la muerte seca. Quizá perdí la esperanza de verlo vencer o tal vez fueron los primeros síntomas de la aridez. Pensé, en esos momentos, que era mejor regresar al pueblo, que nunca debimos ir a la hoyada, que nunca debimos huir cuando el agua se marchó.

—Levántate —dijo mi padre—. —Bebe —insistió—. Tenía en sus manos un cuenco a medio llenar con agua.

—Luché contra la Sequedad y esto le arrebate —logró murmurarme—.

Luchar contra estas furias es inútil. Mi padre yace malherido, tendido, secándose y pareciéndose cada vez más al inigualado rostro de la muerte seca. Quise esparcir el agua del cuenco para acompañar a mi padre en su agonía y esperar que los Buscadores de agua me encuentren. Pero eso no sucedió jamás.

Dentro del cuenco a medio llenar, el agua parecía bendecida por el sacrificio de mi padre. Al ver mi rostro en el reflejo del agua todo me pareció vivo, mi rostro, mis ojos, mis labios.

—Cómo me parezco a mi padre —pensé desalentado—. Recuerdo la primera vez que vi un rostro así. Era el rostro de mi padre, el día que me contó la vez que fundó el pueblo del que huimos cuando el agua se marchó. Llevaré este cuenco lejos de la Sequedad, me esconderé de los Buscadores y de la muerte.

Y así fue cómo, tras huir de la montaña donde mi padre quedó, anduve mudo por estos desiertos cuidando la poca agua que tenía, evitando ver nuevamente mi rostro para no tener que olvidar el rostro de mi padre. Y ahora estoy aquí contándoles esta historia y del día cuando llegué a esta aldea que luego fundé como pueblo.

Fueron seis, los años que anduve vagando por el desierto hasta que llegué a la aldea portando el cuenco. La muerte seca había perdonado a la humanidad. Y una mujer que ahora es tu madre me recibió. Le di el cuenco. Ella vio dentro de éste. Me abrazo.

—Observa —dijo sin ningún temor—.

Al mirar dentro del cuenco mi rostro reflejado, comprendí quién era y entendí lo que tenía que hacer: fundar el pueblo. Dejé el cuenco junto a la mujer y fui hacia el límite de la Sequedad y los primeros rasgos la humanidad encontrada. Divisé hacia el horizonte y aún miraba como los Buscadores de agua se entretenían atormentando al desierto, borrándole los espejismos de agua al horizonte: se fue, se fue, se fue. Giré mi mirada hacia el centro de la aldea. Di un primer paso y significaría mi entrada al nuevo pueblo. Llegué hasta el centro, me arrodillé.

—Fundo este pueblo el día que el agua llegó en un cuenco —musité—.

Con el agua del cuenco sembramos unas semillas que germinaron y luego se hicieron plantas. La Sequedad se apiado de ellas y pronto pacto con la lluvia y ésta volvió a caer: chac, chac, chac y luego pacto con el rosssssscío silenciossssso de la mañaaaaana. No pude hacer nada más que llorar por aquella melodía ya lejanamente olvidada por mis oídos y el agradable olor de la tierra humedecida.

Llegarían otras familias al pueblo: incógnitos sobrevivientes de los años de sequía. Tras ellos, aparecieron algunos animales y entre ellos las arrepentidas salamandras que anunciaron la época de sequía y que solo mi padre sabía y pudo entender el tiempo difícil.

Después de tres años desde que fundé el pueblo el día que el agua regresó en un cuenco. Vimos que ya no había peligro para que tú nacieras. Tu madre y yo, te pusimos el mismo nombre del hombre que le arrebató el agua a la Sequedad. Y te entrego con este cuenco una historia de un padre y su hijo cuando salieron del pueblo el día que el agua se marchó, de sus encuentros con la muerte seca y de sus huidas de los buscadores de agua.

Dchawsj

Lima, abril 2012



 
 
 

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