El cine de barrio (Crónica)
- danielchawnamuche
- 19 ago 2023
- 4 Min. de lectura
Para inicios de los años ochenta, -al menos para un niño como yo quien se iniciaba en una prolífica carrera imaginativa- ir al cine era todo un evento. Mi padre o alguna de mis hermanas mayores quienes solían llevarnos nos daban a escoger casi siempre entre dos golosinas: un chocolate Triángulo o una caja de lentejas. Yo escogía la caja de lentejas porque eran varias grageas rellenas de chocolates y se comían de una a una. Alguna de mis hermanas elegía el Triángulo porque, además de ser más caro, rompía con el adictivo monopolio del chocolate Sublime. Aquellas golosinas que nos compraban en la puerta del cine de alguna señora con rasgos andinos como los de mi abuela.
Desde luego, ir al cine también significaba aprender un nuevo léxico cuyos sonidos se nos hacían cada vez más familiar: el avant premier, filme, mezanine y platea, matiné y vermut. En fin, todo aquello quedó como lengua arcana con los actuales multicines los cuales dieron cristiana sepultura a la memoria de los cines de barrio. Esos que agonizaron en las épocas de la violencia desatada de finales de los ochenta y luego de las nuevas tecnologías: el Betamax y el VHS y, por qué no, quizá también por la piratería.
Por otro lado, invitar a una chica era prácticamente algo épico y casi como pedirle matrimonio. Ah! y me olvidaba que ella solía pedirle permiso a su papá y si aceptaba, el viejo le daba plata al hermanito o hermanita para que acompañara a la pareja. A pesar de la restringida privacidad y pasión que ofrecía el cine, también, solía suceder que te encontrarás con casi todo el barrio dentro del cine.
Son cuatro los cines que recuerdo con mucha nitidez: el Monarca en el distrito de Bellavista, el Diamante en Jesús María, el cine Callao en la avenida Sáenz Peña en el Cercado del Callao y el Romeo en Miraflores. Y, más aún, recuerdo las películas y las personas con quien fui. En el Monarca vi la Dama y el Vagabundo, Volver al Futuro II y Los Cazafantasmas II. Recuerdo bien la última porque fui con mi hermana y dos de sus amigas del colegio: Moriel y Olga. Además, no terminamos de verla porque se fue la luz y nos dieron un ticket para regresar y nunca regresamos. Al Diamante vi la película Los Critters,
Los otros dos cines tienen un especial recuerdo para mí, ambos merecerían una crónica aparte si la memoria me los permitiría. Comenzaré por el Romeo en Miraflores. Mi hermano mayor fue quien me llevó allí. Era la primera vez que mi ámbito territorial se expandió. Es decir, de ser un niño quién solo se desplazaba por Bellavista, San Miguel y Callao a “viajar” hacia Miraflores.
En aquella ocasión, recuerdo haber tomado dos colectivos primero por la avenida Javier Prado hasta el cine Orrantia y luego el segundo por la avenida Arequipa. La película que vimos fue El niño dorado en donde actuaba Eddie Murphy. Entonces, ¿de qué podía conversar un niño con su hermano mayor si estaba atónito con aquella porción de ciudad desconocida, cuyos ojos y memoria trataban de descifrar aquella velocidad, aquellas luces de esa ciudad distinta a la del barrio? Llevarme fue lógica y agradecidamente bastante.
Krull fue la primera película que vi. Sucedió saliendo del turno tarde de la primaria del Colegio Claretiano en Magdalena del Mar en 1985. Yo vestía el buzo celeste-azul del colegio y mis típicas sucias zapatillas blancas marca Dunlop. No recuerdo quién manejaba nuestro auto Dodge dorado, si fue mi hermano o mi mamá. No recuerdo si estaba mi papá u otra hermana pero sé que no estaban dos de ellas. El auto nos llevó hacia el cine Callao, yo estaba nervioso porque la película decía mayores de 14 años ¿Por qué no se percatan de esto? un pensamiento cruel aparece “¿me quedaré cuidando el carro?”. Ya, dentro del cine en la platea y a pocos minutos antes de la proyección del filme, la primera oscuridad se siente como la esperanza de que pronto llegue algo mejor. Y, en efecto, fue así y con la primera imagen mis ojos eran inmensos, tan grandes como alguien que descubre lo perdido mientras que mecánicamente comía una a una las lentejas de chocolate cubiertas con caramelos de diferente color.
Recuerdo todo de esa película y su epopeyico argumento: el rapto de la hermosa princesa, las armas del héroe, los adustos caballeros, la búsqueda del palacio, el cíclope valiente, el pantano tenebroso, las peligrosas arenas movedizas, las traiciones, el heroísmo, el fuego, el rescate, el triunfo del amor. Y además todo ello con efectos especiales. Nunca olvidé aquella película ni lo contento que estuve de ir a aquel lugar oscuro que proyectaban otros mundos distintos a la realidad nuestra de cada día. Juraría que la conté mil veces a los que no la habían visto e incluso a mí mismo para jamás olvidarla. De niño, soñé que algún día me enrolaría a algún ejército parecido a ese para llevar a cabo alguna riesgosa misión heroica de la cual fuera difícil rehusarse.
Hoy casi todos los cines que he visitado en mi infancia son templos de alguna secta religiosa. Ya no hay más el City Hall ni el Ídolo donde pasaron lacrimógenas películas indias como Madre India; el Monumental es hoy una galería de ropa y chucherías; el Callao cuyo dueño era un chino amigo de mi papá no me extrañaría que fuese otro templo o un edificio multifamiliar; el Monarca me parece que es otro templo; el Orrantia, igual; el Diamante la última vez que lo vi estaba cerrado, tapiado y clausurado.
Por último, suele sucederme que cuando paso por algunas avenidas viajando en bus o taxi mirando por las ventanas, imágenes invaden mi memoria y esbozan sonrisas de aquella infancia y juventud. Si veo un templo es muy probable que suspire y no por la falta de la gracia de Dios sino por la añoranza de aquellas épocas vividas: las épocas del cine de barrio.
dchawsj
Yamakaientsa, agosto 2013

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